El mancebo y la fruta

Por: Francisco Grimaldi

Te desprendes sin caer al suelo, nos engañas, nos haces creer que aun hay tallo que te sujete y te mantenga viva. Te miramos suspendida en el aire pero no notamos tu cordón roto ni la sangre blanca que se cuaja y cae lenta por tus curvas de mujer joven desnuda. Eres verde y tiesa, y hueles fuerte, como ajenjo, como algo que amarga el aliento y las mucosas, eres escozor, irritación, humo de chile tostándose sobre la lumbre.



Y solo una mancha amarilla crece y se expande por tu estomago, dolorosa y pausada haciéndonos creer que bajo la piel y entre las fibras diminutas una explosión de sabores espera la primer mordida para salir disparada e inundar la boca y la nariz, devolviendo poco a poco el olfato petrificado por el aire frío de la mañana.

Aguardas escondida entre tus hermanas pero ya no eres una de ellas, te aferras a tu madre enferma y marchita pero ella preferiría que cayeras al cruel barranco de la necrosis para no cansarla. Las más pequeñas viven arriba, sobre tu cabeza, protegidas de las perversiones que desde la tierra escalan la única pierna de tu generadora. Las más grandes esperan, engordadas con agua y sal, a que el color las delate y sean tomadas por la tierna mano del hombre que las hará valer la pena. Pero tú vives en medio, arrugándote sin ser vieja aun, volviéndote alimento inútil, carne que ha de volver al polvo sin ninguna gloria, célula reciclada.

Y yo, que veo sin intenciones, sentado en estos prados vacíos, dónde sólo el agua habla con voz hueca de burbuja, me doy cuenta de lo que eres, de dónde te hallas. Te recorro con mis ojos lentamente haciendo pausas, analizándote distribuida en una cuadricula imaginaria que mis ojos han tejido. La forma ahora decreciente de tu cuerpo debió detenerse en algún instante, porque el sol ya no respeta tu humedad y en cambio la golpea con dureza pulverizándola.

Y así llego hasta tus partes superiores, con la mirada excitada y mis manos sujetando la hierba con furia, arrancando por igual maleza y pasto, y veo que estás en desgracia, descubro la herida que no cierra, el corte que nos aleja, ese miembro perdido que no se regenera dejando un muñón por garganta.

Pronto habrá de reclamarte el inframundo, mandará sus hordas infernales de gusanos, ya los puedo ver en ese pantano, gritando que te sueltes para que tus restos sean consumidos y se liberen por igual tu hidrogeno y tu alma.

Ya te puedo ver descubierta por segunda ocasión, pero ahora sin piel, sin poder tocar los pezones rosados que cubrían tu pecho y tu espalda.

Ahora entre mis manos está tu destino, yo debo elegir entre lo sublime de la sangre o la infamia que hay en la putrefacción.

Te sujeto, acaricio tus hombros, aun tienes sangre en las venas y eres todavía hermosa. Lentamente voy tomando mi cuchilla, la elevo y la clavo en tu vientre, gritas pero no puedo oírte, arrugas el ceño, se derrama tu dolor, las aves huyen despavoridas y el agua se congela. Mi vieja cuchilla se hunde en tu carne como si fueras de viento, se ha abierto tu ser y por fin veo tus entrañas, la sangre empieza a brotar, te corto en pedazos pequeños, tan pequeños que pueda contenerlos en la cuna de mis manos, y arrojo al mar aquella carne inerte que jamás ha de tocar el fondo ni será devorada por las bestias, permaneciendo ahí a flote por cien años formando un archipiélago a donde huyan mis crímenes y tus vergüenzas.