El loco

Por: Francisco Grimaldi


Apareció un hombre sentado en la plaza el otro día por la mañana. Buscaba  con urgencia en su chaqueta un cigarrillo que no podía hallar cuando vio que un policía se le acercaba.

¡No jefe! ni soy de aquí ni estoy loco, Ayer dormía en las bancas de mi pueblo y hoy al abrir los ojos he aparecido en esta plaza.


Si usted pudiera indicarme el camino a San Antonio con gusto estaría partiendo antes de que el día termine,  no es muy tarde, aun no es medio día, tengo tiempo de llegar a las fiestas para poder lucir mi nuevo atuendo de casimir, ¡mire nomás que porte!



No diga tonterías jefe, usted no puede llevarme a la cárcel, al menos no sin una orden de arresto, yo no he hecho nada malo.
Jamás porto armas ¿cómo se le ocurre? Pero tengo el bolsillo lleno de caramelos y probablemente una que otra mosca, me gusta llevarlas de aventón yo les ahorro el cansancio y ellas no son muy pesadas para mí.
 
No, no diga eso, yo no soy ningún sospechoso, que no le asuste mi rostro, siempre he sido feo, mi padre me acuchilló para que muriera, los niños me huyen y a la gente en mi pueblo le gusta tirarme balazos,  que le puedo decir, ya lo he superado. Ahora, si le incomoda mi presencia me puedo ir largando de una buena vez, sólo hágame un favor y regáleme un farito, es que no hallo mis cigarros.

No había ninguna otra persona en la plaza y el hombre hablaba solitario de frente a la estatua del pueblo. Él mismo se regaló el cigarro y se ofreció fuego mientras le expresaba a la nada un gesto de agradecimiento.

Una cosa más jefito,  dígame por dónde queda mi pueblo, es que ya va a empezar la fiesta y tengo que ir a bailar.


Y se fue silbando forever Young.