Texto: Francisco Grimaldi
Fotografía: Anahi Sardaneta

Sin nombre, sin leyes y sin unidades, el caos rebotaba consigo mismo una y otra vez, autodestruyéndose y naciendo del impacto sin tener descanso alguno.
La vorágine era tan indigerible que el sólo hecho de mirarla hubiera quitado la vida sí ésta hubiese existido entonces. El sonido era indescifrable, el silencio aún no se pronunciaba.


Ahí, sumergida en el éter, la antimateria se imprimía a sí misma en una orientación contraria.
Aquélla implosión diminuta rebasaba las paredes de su propia esfera y generaba un estallido de elementos. La nada se iba llenando de entes y los entes se iban agrupando en pueblos según la lengua que parlaran.
El universo se equilibraba lentamente, sus movimientos aún inestables, poco a poco alcanzaban solidez. Los astros gigantescos giraban sobre sus elipses sin chocar jamás con las partículas de polvo. Las líneas asesinas aun se atravesaban pero ya no luchaban entre sí; el mar y el cielo no se confundían ya nunca en la distancia.
Todo giraba en armonía, cuerpos y espacios, rectas y curvas, luz y sombra. Bastó una reformadora mirada lanzada desde el universo lejano para que el orden fuera sólo una manera de ver el caos. Allá en el infinito alguien pronunció el Om y todas las cuerdas vibraron dándole forma y asignando un orden a las cosas que comenzaron a proliferar.
